CRÓNICAS «APÓCRIFAS» DE UN PEREGRINO MEDIEVAL
PRIMERA ETAPA – LO QUE OCURRIÓ ENTRE BILBAO Y BALMASEDA
Guillaume emprendió camino hacia la catedral de Santiago. Atrás quedaba la complicada travesía de consentido polizón, los varios años recluído en las mazmorras y una vida pendenciera y violenta. Un primo mercedario y las amistades de un alcaide habían conseguido darle la última oportunidad: hacer el Camino de Santiago. A la fuerza ahorcan –se dijo a sí mismo. Un pertinaz chirimiri envolvía Bilbao. Entró en el templo y se arrodilló ante la imagen de Santiago. No sabía muy bien qué era lo que se agitaba en su alma, pero pidió la bendición del Apóstol. Pasó por la sacristía donde un viejo canónigo le escribió a la par que leía: “inició el Camino en el día 2 del mes de octubre del año doscientos setenta y seis del segundo milenio, reinando felizmente el Papa Juan XXI. En la Urbe de Bilbao”. Y selló con una especie de anillo. El peregrino besó la mano del clérigo y salió. Ya fuera abrió su mochila, cortó un rebojo de pan y una cuña de queso normando. Atravesó el casco viejo, cruzó el puente de la Salve y se adentró en el valle del Cadagua.
Mientras sus piernas se movían maquinalmente su mente giraba y giraba. No tenía claro si empezar una nueva vida como Dios manda y en libertado o seguir cerrilmente la locura de sus impulsos hasta que sus huesos se pudrieran en los fosos carcelarios. El sol se había abierto paso entre las nubes y la belleza y luminosidad del paisaje hirieron sus ojos acostumbrados a la oscuridad. Por primera vez el rumor del río, la caricia de la brisa, los cantos de los pájaros borraron su mundo de golpes de cerrojo, de gritos insultantes, de humedades nauseabundas…
Caminando, caminando con alguna parada para reparar fuerzas, fue acercándose a la Villa de Balmaseda: le impresionaron sus murallas y la esbeltez de la torreta del puente. Le pareció una bella ciudad llena de vida. Más tarde supo que gran parte de aquella prosperidad se debía al entramado textil de la capital de las Encartaciones. Así que le pareció interesante cambiar su viejo gorro franco por una txapela que tal vez le daría suerte por los nuevos derroteros. En un caserío de las afueras le dieron cobijo en aquella primera noche de peregrinaje.