CRÓNICAS “APÓCRIFAS” DE UN PEREGRINO MEDIEVAL
DÉCIMO QUINTA ETAPA – ENTRE VIDES Y CASTAÑOS
Se levantó al toque de maitines y acompañó a los frailes en sus rezos. Después bajaron al refectorio donde compartió mesa con los legos. Acabado el ágape el prior le firmó la credencial y le entregó unas viandas que los propios frailes elaboraban. Agradecido y reconfortado puso rumbo a Congosto. Se le hizo corto el camino hasta la Peña. Recordó la leyenda de las Siete Hermanas. Estaba abierta la puerta del templo así que pasó y se postró ante la imagen. Preguntó a un fraile que merodeaba entre los bancos qué ponía aquel cartel que había junto al altar. El religioso le explicó que los peregrinos que se encontraran enfermos o impedidos para proseguir el Camino, allí podían ganar la indulgencia plenaria y regresar a sus casas con la paz de un alma limpia. No era su caso. Hizo una reverencia y salió a la barbacana que rodeaba el pequeño convento donde los frailes cuidaban de la Virgen y atendían a peregrinos, pobres y huérfanos. Desde allí vio la hermosa panorámica del valle del Sil : viñas vestidas de otoño, cerezos ardiendo en rojo vivo y viejos castaños como testigos de los siglos. Mientras solazaba el espíritu reconfortó también su cuerpo con la sabrosa limosna de los frailes de Labaniego que incluía una bota de buen vino. Estaba listo para hacer ruta hasta Cacabelos.
Cuando las campanas de la iglesia de las Angustias convocaban al rezo del Santo Rosario Guillaume cruzaba el puente sobre el río Cúa. Enfiló una calle bastante estrecha. Las piernas le flaqueaban un tanto por lo que decidió sentarse en la piedra que protegía la esquina de las calabazas de los carros. Denotó un cierto bullicio y consecuentemente le pareció clara la conveniencia de ir cuanto antes a coger plaza en el albergue.
Al incorporarse advirtió un bulto en un recoveco que hacía la piedra: era una bolsa de monedas. La recogió y se dirigió al albergue. Contó al hospitalero que había a la puerta lo sucedido. Éste le indicó que se sentara en un tronco que hacía de banco en la pequeña sala de recepción. Comprobaría si era de algún residente. Al cabo de un buen rato regresó el portero con la bolsa en la mano alegando que nadie la echaba en falta.
-Donaré la mitad de los dineros al albergue y el otro medio me ayudará a llegar a Compostela y regresar a mi casa si no me asalta algún despechado en el camino- concluyó bosquejando una sonrisa picarona.
Pasó a una gran sala en la que el suelo estaba completamente cubierto de jergones con paja de maíz. Algunos ya dormitaban y otros esperaban el tazón de caldo que recibían los peregrinos al toque de oración. Ni que decir tiene que Guillaume acudió a la convocatoria y le asentó de maravilla aquel bullido que tenía un regusto de hueso de jamón. Escondió el saquito entre la farfolla y se quedó profundamente dormido.