CRÓNICAS “APÓCRIFAS” DE UN PEREGRINO MEDIEVAL
DÉCIMO SEXTA ETAPA – EN LA PUERTA DEL PERDÓN
El movimiento del personal lo despertó. Se había hecho de día y eran muchos los que ya estaban dando buena cuenta del pote de infusión de hierbas con miel acompañado de un mendruguillo de pan. Recogió el bretón sus estimadas pertenencias, se hizo con su ración de desayuno, reorganizó su vientre con varios eruptos y se acercó al mostrador para sellar sus papeles. Ya fuera le pareció que aquel día iba a ser un poco tonto: algún chubasco, algún guiño de sol y viento moderado del norte. Villafranca le esperaba.
Pasó la puerta de la muralla y la riada humana le marcó la ruta hacia la iglesia de Santiago. Justo al comienzo de la cuesta, sentado en una piedra había un hombrecillo llorando porque se veía incapaz de llegar hasta el Templo. Guillaume se lo cargó al hombro como si fuera un costal de grano y poco a poco subieron la escalinata. Llegados al pórtico se fundieron en un abrazo que Guillaume jamás olvidaría. Confesaron, oyeron misa y juntos cruzaron la puerta del perdón. El anciano le explicó que podía bajar por su pie y que en la tasca le esperaba un hijo que le llevaría en caballo a casa. “Aquel condenado –le confesó- es más de tascas que de ermitas”. De nuevo un abrazo y alguna lágrima rodando por la mejilla. El que fuera bandido y hoy peregrino confeso pasó por la mesa de acreditaciones donde el escribano certificó:
“En el día de hoy 18 de octubre del año del Señor de mil y doscientos y setenta y cinco el llamado Guillaume de Carballeira ( así dice llamarse) cruzó la puerta del perdón habiendo cumplido con los requisitos de la indulgencia plenaria.”
El peregrino tenía constancia de lo que allí ponía porque el escribiente así se lo dijo y él no estaba en condiciones de contradecirlo. Además el camino le había enseñado que confiar en las personas no era tan peligroso como él pensaba anteriormente. Eufórico llegó a la plaza y concluyó que todo aquello que le estaba ocurriendo bien merecía una celebración. Observó que en uno de los varios tugurios de la zona había mucha gente. Esto le llevó a pensar que allí habría buena pitanza a precio moderado. Y no se equivocó. Pidió un trozo de empanada, una ración de lacón con grelos, una jarra de vino berciano y de remate una manzana reineta al horno con el consabido orujo gallego. Aquello había sido demasiado para su cuerpo castigado por la dureza y apreturas del camino sin contar ya los achaques que traía de origen. Pensó que lo mejor sería darse un paseo por la villa.
Se quedó admirado por la hermosura de los monumentos y por la magnificencia de algunas casas señoriales. Embobado más de la cuenta en estos menesteres no advirtió la existencia de una pequeña escalinata. Así que dio con su cuerpo en el suelo a causa de un retortijón de tobillo. Se levantó como pudo y renqueando, renqueando se dirigió al hospital que había visto al llegar. Le atendió un joven fraile mercedario: le inmovilizó el pie con una venda de lienzo, le recomendó hacer reposo total varios días y registró el incidente en la hoja de ruta del peregrino. Salió Guillaume rumiando qué podría hacer. Una idea le convenció. Iría a la venta donde paraban los arrieros maragatos que hacían la ruta comercial de Finisterre a Castilla. Apoyándose en un palo que el hermano le había dado llegó hasta el patio de carros. Contactó con varios arrieros y por fin se quedó con uno que dijo ser de Lagunas de Somoza. Éste le informó que podía pasar la noche en la posada: dentro costaba tres maravedís pero en las caballerizas el precio quedaba en la mitad. No había duda: el precio y el calor de los animales eran decisivos. Pagó a la moza que servía en el mostrador, una robusta berciana de ojos claros y mejillas más que sonrosadas, y se fue a dormir porque hoy no había lugar a cena.