CRÓNICAS “APÓCRIFAS” DE UN PEREGRINO MEDIEVAL
NOVENA ETAPA – LA MONTAÑA POR TESTIGO
Tocaron a la puerta cuando Guillaume ya se había incorporado. Era el ama que llevaba en sus manos un puchero de leche humeante.
-Buenos días, peregrino. Acabo de sentir repicar las campanas de la ermita del Cristo del Amparo. Debe de darse prisa porque en el rezo de un rosario su amigo estará a punto de partir.
No calculaba Guillaume cuánto tiempo se tardaba en rezar un rosario porque no tenía ni idea de lo que suponía pasar cada una de las cincuenta sartas con sus misterios intermedios, pero entendió que debía espabilarse. Se limpió los morros con la manga, entregó la cazuela, deseó todas las bendiciones a sus” hospitaleros” y arrancó cuesta arriba. Se apercibió que en los márgenes del camino se apreciaban claramente las huellas de las ovejas y la pista estaba sembrada de cagarrutias. Pronto cambiaron sus pensamientos porque comenzó a gotear de un cielo gris panza burro. Llegó a la ermita en la que aún continuaban los rezos. Cuando oyó algo así como “ite misa est” dedujo que la ceremonia había acabado . Salió primero el sacristán para recoger las limosnas y nuestro peregrino aprovechó para que le pusiera la fecha y firma. Comenzaba una nueva etapa bajo la lluvia.
Cruzaron intrincados bosques de robles y sorprendieron alguna que otra zorra. En lugares más abiertos se veían tapines desbaratados por el hocico de los jabalíes. Prácticamente no hablaron en toda la mañana pues la lluvia les hacía ir cabizbajos y debían ir atentos a las ramas. A la vuelta de un recodo vieron el pueblo de Puente Almuhey.
Hermenegildo le contó a Guillaume que aquella aldea había estado ocupada por los moros y era famosa por su puente de piedra que permitía cruzar el río Cea. El frío y la humedad les obligaron a detenerse en la taberna del pueblo. Repararon fuerzas y ánimos con un buen caldo. El ventero les contó la historia del valle del Tuéjar conocido como el Valle del Hambre y las muchas leyendas sobre la Virgen de la Velilla y la vida y milagros de San Guillermo. Al ver el tabernero que Guillaume cojeaba le informó que al lado de la ermita de las Angustia había un pequeño hospital en el que a veces estaba el barbero que sabía hacer sangrías y sajar heridas infectadas. Le pareció al bretón que no era buena idea ponerse en manos de barberos y capadores. Era ya el mediodía cuando de nuevo se pusieron en ruta. Había dejado de llover.
A Guillaume le impresionó lo del Valle del Hambre y sintió una desazón cuando la mente le llevó a comparar al señor de Renedo con Jacques. “Tú no sabes lo que es el hambre” le había dicho él. Hermenegildo era amante de leyendas porque en las noches de invierno los abuelos contaban cuentos sorprendentes sobre la Virgen del Brezo, los milagros de los santos anacoretas o historias de miedo como el hombre lobo. Pero tanto el uno como el otro estaban deseosos de llegar a San Martín para ver con sus propios ojos las sirenas seductoras labradas por aquel monje libidinoso. Pronto vieron sus deseos cumplidos. Entre chanzas y sonrisas maliciosas recordaron la conversación de Aguilar a la que Hermenegildo añadió las habladurías que sobre este tema circulaban en torno a la villa de Sahagún.
-Pero eso es harina de otro Camino- matizó el palentino.
Pronto divisaron la casa señorial de los Renedo y chino chano llegaron hasta la ermita de la Virgen de Vallulis. Se sentaron en el crucero, se merendaron un buen rebojo con un corte de queso de cabra y atacaron la collada de la Mata. Se les hacía larga pero el espectáculo cada paso era más grandioso. No entendía Guillaume que hasta aquí hubieran llegado los soldados romanos si bien le pareció adecuado el lugar para eremitas y anacoretas: por aquellos andurriales había transitado San Guillermo pretendiendo olvidar la flojera de sus monjes. Peñacorada se erguía desafiante. Las esquilas alborotadas de un rebaño hizo temer a los peregrinos que una manada de lobos podía andar cerca. Apresuraron el paso hasta llegar a los peñascos del Rejo. Respiraron aliviados cuando vieron el valle del Esla. En la bajada esperaban encontrarse con la cueva que, según la tradición, sirvió de eremitorio a San Guillermo y que aquella noche podría cobijarlos. No fue fácil pero al fin lo consiguieron. La identificaron porque en una especie de repisa había una estampa de un santo, varios exvotos y dos candelas a medio quemar. El sol ya se había ocultado tras el horizonte y pensaron cenar algo antes de que la oscuridad se los engullera: compartieron mendrugos, un trozo de longaniza y unos higos secos. Guillaume se descalzó, se sacó el calcetín del pie dolorido y vio el estado lamentable de su dedo gordo. Mañana será otro día –pensó.
-A la paz de Dios –se dijeron y cayeron profundamente dormidos.