CRÓNICAS “APÓCRIFAS” DE UN PEREGRINO MEDIEVAL
OCTAVA ETAPA – A LOS PIES DE LA PEÑA
La mañana se levantó amenazando lluvia. Levantaron el campamento y se despacharon con un ligero desayuno. Sonaron las campanas de Santa María y Guillaume acompañó a su amigo en el cumplimiento de sus devociones. Además le serviría para que el párroco le sellara la credencial. Acabado el culto y obtenida la firma los dos hombres se pusieron en marcha. El terreno era una gran planicie en los últimos confines de la meseta Castellana limitada abruptamente por una inmensa muralla de piedra blanca con la que la naturaleza había querido defender a cántabros y astures. Por eso la gran mayoría de estos pueblos se apellidaban “de la Peña”. A Hermenegildo aquellas tierras le recordaban los paisajes que cruzaba el Camino que llamaban de los franceses recomendado por el papa Calixto. Guillaume se sentía a gusto ante aquellas peñas blancas un tanto agrestes que desafiaban al cielo. Plantados en un alto, flanqueados por unos enormes robles contemplaron en su esplendor otoñal la ribera del río Carrión y acurrucada en el estrechamiento del valle la villa de Guardo.
-Parada y fonda-comentó sonriendo Hermenegildo.
-Parada sí, pero quede para ti la fonda que no tengo yo estipendio para tanto regalo-le replicó Guillaume.
Se despidieron y quedaron para el día siguiente en la ermita del Cristo del Amparo después de la misa. El presidiario pidió acogimiento en una alquería a pie de camino. Los campesinos le ofrecieron la hornera para pasar la noche y como eran devotos del Apóstol porque había salvado la vida a su hijo pequeño nacido un veinticinco de Julio quisieron regalarle con unas sopas para cenar y un cuenco de leche caliente como desayuno. Todo fue de mil maravillas y Guillaume aquella noche creyó que debería saltar la muralla. Olía a pan. El horno ya estaba para bollos.