CRÓNICAS “APÓCRIFAS” DE UN PEREGRINO MEDIEVAL
SÉPTIMA ETAPA – SIGUIENDO EL RIO PISUERGA
Cuando Guillaume despertó brillaba ya el lucero del alba. Al calzarse las botas sintió dolor en el dedo gordo del pie derecho. Alguna rozadura –pensó. Echó mano de la navaja, cortó una rebanada de pan y aplicó un buen tajo al tocino entreverado. Mientras comía se puso en marcha. Ya estaba cruzando la puerta de Santamaría cuando comenzaron los primeros toques del Angelus. Apretó la marcha. Aún sonaban las campanas cuando llegó a la fachada del monasterio. Al poco salió por la puerta del cenobio Hermenegildo santiguándose. Una sonrisa de satisfacción les iluminó la cara.
Buenos días-se dijeron al unísono.
Se explicaron cómo habían pasado la noche. Guillaume tenía muy poco que contar aparte de la humedad del río que le había atravesado los huesos, pero estaba acostumbrado a que esas inclemencias no le quitaran el sueño. Mucho más interesantes le parecieron los relatos de Hermenegildo. En aquel convento dúplex algunas noches eran moviditas y la pasada había sido una de ellas. Hay disciplinas y cilicios pero también vicios apetecibles. Dicen los que saben que la carne es flaca y el hábito no hace al monje. A Guillaume le vinieron a la mente los canecillos de Cervatos y las noches locas de los barrios bajos en los puertos. Le chocó no obstante una cosa: siempre había creído que el mundo estaba dividido en dos bandos totalmente separados: los buenos de siempre (clérigos, señores cristianos rancios y devotas sumisas) y los malos, arrejuntados en una variopinta mezcolanza de vicios y depravaciones.
Desde que había iniciado el camino esta frontera entre el bien y el mal se le estaba desdibujando y cada vez le costaba más ver qué lado le estaba asignado. Entretenidos con sus relatos y reflexiones las leguas iban cayendo, no sin que los pies se resintieran, pero tanto uno como el otro, por razones diferentes, creían que el sacrificio merecía la pena. Pararon en Corvio para ver las tumbas escavadas en las rocas: Hermenegildo rezó un padrenuestro y Guillaume esbozó un gesto que algún parecido tenía con la cruz. Al pasar ante la iglesia de Santa Juliana el palentino masculló una avemaría.
-Me han impresionado las tumbas. Me recordaron el suelo frío y húmedo de las mazmorras, allí inmovilizado por los grilletes. No sabes si en verdad estás vivo o estás muerto.
Divisaron en un altozano la bella silueta de la iglesia de Matamorisca dedicada a San Juan Bautista. Decidieron seguir camino llano por si la noche se les echaba encima antes de llegar a Cervera. Enseguida descubrieron un camino que reseguía el trazado del río Pisuerga: era de muy fácil transitar. Así que a media tarde ya estaban en el eremitorio de San Vicente. Hermenegildo le contó a su compañero las historias que se contaban sobre aquellas cuevas misteriosas que sirvieron de refugio a los eremitas: nada querían con el siglo y la extrema precariedad era el aval de su libertad. Dudaron en pasar allí la noche pero finalmente acordaron que descansarían en la cueva que había bajo el castillo-iglesia de Santa María ya que estaba en zona habitada y por tanto más segura. Y así fue.